La controversia
surgida en torno a que si debe o no colocarse de nuevo la estatua de Simón
Bolívar en el parque que lleva su nombre en la ciudad de Pasto, tras una
remodelación significativa del sector, emprendida por la administración
municipal desde hace un tiempo, revive el ancestral enfrentamiento entre
defensores de la causa bolivariana y quienes exaltan la vida y obra de Agustín
Agualongo, adalid de la bandera realista en estos territorios del actual
Departamento de Nariño, al sur de Colombia, en cuya discusión se argumentan, de
una parte, los desmanes y atropellos calificados de masacres, y más aún, de
exterminio y destierro del pueblo pastuso, conforme a las órdenes impartidas
por Bolívar y cumplidas hasta imponer el terror en la ciudad, nada menos que
por el eximio Mariscal Antonio José de Sucre en la llamada Navidad negra de
1822 y sus días posteriores, y por otra, la cerrada defensa que de la monarquía
se hacía por estas tierras, y más que todo, por la protección del territorio
acaudillada por Agualongo, en razón a los desmanes que de antes se habían
desatado contra los pastusos por parte del ejército patriota.
Dado
que las conflagraciones generalmente se desatan por el abuso o extralimitación
de una posición dominante frente a los reclamos de los sectores explotados,
sometidos o humillados, que responden con violencia a la búsqueda de la
transformación social que entonces se invoca; y como ni unos ni otros ceden lo
suficiente como para conceder y conciliar los derechos reclamados, de forma que
puedan otorgarse privilegios de beneficio generalizado…, la consecuencia de
aquella irracionalidad empuja a las sociedades a imponer sus puntos de vista
por la fuerza, lo que implica no sólo dominar y apabullar al contrincante sino
lograr su sometimiento o su exterminio, en una degradación de procesos y
actuaciones en las que deviene la barbarie, la inmoralidad, y los actos
delictivos exonerados con la impúdica razón de que se están ejerciendo los
derechos concedidos por la guerra.
La
corona española no estaba dispuesta a ceder los territorios conquistados, ni a
brindar participación política y administrativa de trascendencia a los pueblos
dominados, existentes o nacidos ya en esta parte de América. Su labor de
concientización y de dominio espiritual y físico, hecho con la imposición sin
miramientos de la cruz y de la espada juntas, para alienar, por supuesto que en
forma equivocada, la mentalidad de sus gobernados hasta reducirlos a su expresión
más mínima en todos los sentidos, introdujo la esclavitud, la servidumbre y el arraigo
a ese sistema de gobierno ejercido no sólo en el aspecto administrativo sino en
la actitud y en el comportamiento individual y colectivo, situación que para
deshacerse, implicaba una labor de mutuo convencimiento de difícil conciliación,
y al menos, un largo y extenuante proceso de negociaciones imposibles de lograr,
por la mentalidad de conquista, despojo y dominio que movía entonces al mundo,
dejando abierto el camino de la guerra, originario de las tribulaciones y
atropellos cometidos entre las partes, en procura de una victoria impuesta
sobre la sangre y los sufrimientos padecidos y soportados.
Los
bandos encarnaron así las visiones enfrentadas. Una, la de lograr la
emancipación del imperio español adueñado de estas tierras en razón a la
conquista, con la que arrasaron a la población nativa asentando sus propios
intereses imperiales, manteniendo privilegios y posturas que denigraban y
limitaban a sus propios descendientes nacidos en América, y más todavía a los aborígenes
que ancestralmente mantenían el territorio…, y otra, la de quienes
influenciados por la continua convivencia, las creencias religiosas y políticas
fijadas en la conciencia personal y colectiva a lo largo de los siglos, y
luego, impulsados a la defensa misma de sus propias familias y territorios,
amenazados y agredidos por fuerzas consideradas extrañas, externas, o
extranjeras, que agredían los cimientos de su vida cotidiana y el andamiaje
administrativo y gubernamental en el que se desenvolvía el avance de sus días…,
todo eso hizo que el choque fuera brutal y descarnado, desalmado y violento, y
que la denigración de las batallas desestimaran a fondo cualquier rasgo de
moralidad, espiritualidad, lealtad e integridad de la condición humana, inherente
a los pueblos y a los bandos puestos en conflicto.
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La
faceta contraria nos muestra el empecinamiento de Agualongo en la defensa de
sus ideas y de las razones en las que creía; la protección argumentada de su
propio territorio y de sus gentes agredidas y avasalladas por fuerzas ajenas
y desconocidas por todas las generaciones
que mantenían el modelo de sociedad que las rodeaba; la lealtad a sus
principios que no lo hizo desistir, ni aún en los momentos previos a su fusilamiento,
cuando le ofrecieron honores y perdón si renegaba de su condición realista; el
hecho de convertirse en el último bastión de resistencia frente a la causa independentista.
Se reprocha su tozudez y terquedad en un móvil perdido frente a los vientos de
libertad y emancipación que recorrían el continente; su empecinamiento en
mantener un estado de cosas, contraria a los movimientos liberadores
que para entonces se daban en el mundo; sus nexos con la clase dominante local
que velaba por sus privilegios amenazados, e impulsaba la monarquía para
mantenerlos; la contribución a que se ahondaran los desmanes de la guerra que
buscaba acabar con la resistencia ofrecida por los reductos realistas; su
contribución a la condena histórica de olvido, destierro y exterminio decretada
para estas tierras sureñas, por su obcecación en un orden social del que iban
quedando los vestigios, reproche del cual, aún hasta ahora se padecen las
consecuencias.
Y si
bien este conjunto de semblanzas y actuaciones conforman la Historia que muchas
veces escriben sólo los triunfadores de las batallas dirimidas, puede decirse
sin lugar a dudas, que la confrontación de aquellos tiempos fue una verdadera epopeya;
que el sufrimiento vivido derivó en agrias consecuencias económicas, sociales y
políticas para un territorio que pretendía nacer como república; y que mucho
dolor y sangre corrieron, en especial en el actual Departamento de Nariño,
hasta consolidar la independencia anhelada por Bolívar, cuyas secuelas como
nación en desarrollo, aún doscientos años después están por construirse y
consolidarse.
Lloramos
por eso con el dolor de un pueblo masacrado por el arraigo a sus convicciones,
pero entendemos que ese enraizamiento común a las gentes dominadas por 300
años, constituye la mentalidad que debía erradicarse, proclive a la esclavitud
y sumisión al Rey arrastrada por el tiempo, sin encontrar más camino ni opción
que la guerra con sus atrocidades y atropellos entreverados.
A la
civilización americana de entonces no le interesaba en principio la idea de
libertad, ni de República, ni de Patria, atados mental y físicamente a una
figura en la que se conjugaba el poder con la divinidad en la persona de un Rey
omnipresente, que gobernaba a través de un engranaje burocrático déspota y
atropellante, del que la evolución de la sociedad buscaría salir tarde o
temprano.
Esa fue la visión inicial de una clase intelectual y aristocrática
criolla que buscaba opciones de gobierno participativo, hasta derivar en los
anhelos de autonomía y libertad que desataron el conflicto, enfoque que,
robustecido y redireccionado, en especial por el criterio de Bolívar, habría de
imponerse a sangre y fuego para desterrar, no sólo la monarquía dominante
anclada en lo material y en el carácter mismo, sino para insuflar una
mentalidad de autogobierno y libertad que permitiera el fundamento y el apoyo
social, con los cuales doblegar al contrincante.
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Por
todo ello resulta muy difícil para la Historia pretender establecer cánones
éticos y morales sobre acontecimientos bélicos, sin tener en cuenta las
circunstancias sociales, económicas y políticas de esos momentos, y el choque
de visiones embrionarias de esa guerra, donde el fin desató los medios con los
que se consiguieron los propósitos defendidos.
De un
lado, la defensa de un pueblo atropellado y víctima de agentes externos que
alteraban la paz, la convivencia, y las creencias arraigadas por heredad y
conveniencia de las que no querían ni podían abstraerse, y que derivaron en la
conformación de grupos armados que combatieran a quienes pretendían conformar
una república, lejana entonces al alcance de su entendimiento. Agualongo
representa esta visión.
Del
otro, la consecución de una libertad y autonomía que pasaría finalmente a la
Historia, como la posibilidad de ser naciones libres y soberanas, dueñas de su
destino y sus recursos, sin la odiosa discriminación y sometimiento traído
desde otras latitudes, para sembrar una cultura esclavista de la que hoy o
mañana, el pueblo buscaría liberarse. Bolívar lideró esta faceta finalmente
triunfadora, así la consolidación de esa patria nueva, dispusiera un desafío
que doscientos años después, aún no logra afianzar y definir su rumbo.
Ahora sólo queda visualizar el pasado para asimilarlo, no con la mentalidad
de avanzar con marcha atrás para revivir lo sucedido, sino con la visión de
mirar el retrovisor para obtener la evaluación aprendida de esos hechos, marchando
así hacia un futuro que todavía está por escribirse, y al que debemos
apuntarnos como región y como pueblo.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhJzCiDc9Lz-8J2vwBeatkpxCeBrkLBH5BfzpBEcHjmWNCX6210Sp6dAYnQ6hTN9827BROihJGdMwlG2f4_zNyNRTsxW_qOQH0ooSa8NbY_0uxDAWGQjvk9UhbxHqmoXX1GfolpCBts6q0t/s200/futuro+con+esperanza.jpg)
La armonía y el progreso
integral y humanista…..llegarán por añadidura.